La lluvia caía en cortinas suaves, transformando el paisaje urbano en un mosaico de charcos y reflejos danzantes. Bajo un cielo gris y pesado, un perro solitario se encontraba en medio de una calle desierta, sentado con una calma que contrastaba con la tormenta que lo rodeaba. Su pelaje, oscuro y empapado, brillaba bajo la tenue luz de las farolas, y sus ojos, profundos y serenos, miraban hacia el horizonte como si esperaran algo o a alguien.
A su alrededor, el mundo seguía su curso. Los autos pasaban veloces, los parabrisas luchando contra el aguacero. La gente, refugiada bajo paraguas o corriendo hacia la protección de los edificios, apenas notaba la presencia de aquel perro en medio de la calle. Pero él no parecía perturbado ni por el frío ni por la soledad. Simplemente estaba allí, en perfecta quietud, como si la lluvia fuera su única compañía.
Los minutos pasaban, y la lluvia no daba tregua. Sin embargo, el perro permanecía inmóvil, su paciencia inquebrantable. Cualquiera que lo viera podría preguntarse qué o a quién esperaba. ¿Era su dueño, quizás perdido en el ajetreo de la ciudad? ¿O tal vez algún gesto amable de un extraño que lo acogiera bajo su techo? Sea cual fuera la razón, el perro parecía tener una fe silenciosa en que algo, en algún momento, cambiaría.
Finalmente, un hombre de mediana edad, cargando un paraguas desgastado, notó al perro. Sus pasos se detuvieron y, durante unos instantes, observó la escena con curiosidad y un toque de empatía. Sin pensarlo dos veces, se acercó y extendió una mano temblorosa hacia el animal. El perro levantó la mirada, y en sus ojos brilló un destello de reconocimiento, como si hubiese estado esperando precisamente ese acto de bondad.